Los cansados hombres indígenas se reunieron en su campamento base, entre árboles imponentes y una vegetación densa que forma un mar verde tan inmenso que desorienta. Percibían que su tierra ancestral —Selva Madre— no estaba dispuesta a permitirles encontrar a los cuatro niños que estaban desaparecidos desde que su avioneta chárter se estrellara semanas antes en una zona remota del sur de Colombia.
Voluntarios indígenas y equipos militares habían encontrado señales de esperanza: un biberón, fruta a medio comer, pañales sucios esparcidos por una amplia franja de selva tropical. Los hombres estaban convencidos de que los niños habían sobrevivido, pero las lluvias fuertes, el terreno accidentado y el paso del tiempo habían disminuido su ánimo y agotado su energía.
Los débiles de cuerpo, de mente y de fe no logran salir de esta selva. El día 39 fue de vida o muerte, tanto para los niños como para los equipos de búsqueda.
Esa noche en el campamento, Manuel Ranoque, padre de los dos niños más pequeños, recurrió a uno de los rituales más sagrados de los grupos indígenas de la Amazonía: el yagé, un té amargo hecho de plantas nativas de la selva tropical, ampliamente conocido como ayahuasca. Durante siglos, el coctel alucinógeno ha sido utilizado como cura para todas las dolencias por personas en Colombia, Perú, Ecuador y Brasil.
Henry Guerrero, un voluntario que se unió a la búsqueda desde el pueblo de los niños cerca de Araracuara, dijo a The Associated Press que su tía preparó el yagé para el grupo. Creían que induciría visiones que podrían llevarlos a los niños.
“Les dije: ‘Aquí no hay nada que hacer. A simple vista no los vamos a encontrar. El último recurso es tomar yagé’”, relata Guerrero, de 56 años. “Realmente el viaje para nosotros se hace en momentos muy especiales. Es algo muy espiritual. Para nosotros, es como el último recurso”.
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Ranoque tomó un sorbo y los hombres vigilaron durante unas horas. Cuando pasaron los efectos psicotrópicos, les dijo que no había funcionado.
Algunos rescatistas estaban listos para irse, pero a la mañana siguiente, 40 días después del accidente, un anciano bebió lo poco que quedaba del yagé. Algunas personas lo toman para conectarse con ellos mismos, curar enfermedades o sanar un corazón roto. El anciano José Rubio estaba convencido de que ayudaría a encontrar a los niños tarde o temprano, afirmó Guerrero.
Rubio soñó durante un rato. Vomitó: un efecto secundario común.
Esta vez, dijo, había funcionado. En sus visiones, los vio. Le dijo a Guerrero: “Los niños, hoy los encontramos”.
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Los cuatro niños —Lesly, Soleiny, Tien y Cristin— crecieron en los alrededores de Araracuara, un pequeño pueblo amazónico en el departamento de Caquetá al que sólo se puede llegar en bote o avioneta. Ranoque dijo que los hermanos tenían vidas felices, pero independientes, porque él y su esposa, Magdalena Mucutuy, a menudo estaban lejos de casa.
Lesly, de 13 años, era la madura y tranquila. Soleiny, de 9 años, era juguetona, y Tien, de casi 5 años antes del accidente, inquieto. Cristin, entonces de 11 meses, apenas estaba aprendiendo a caminar.
En casa, Mucutuy cultivaba cebollas y yuca, y utilizaba esta última para producir fariña, un tipo de harina, para que la familia la comiera y la vendiera. Lesly aprendió a cocinar a los 8 años. En ausencia de los adultos, a menudo cuidaba a sus hermanos.
La mañana del 1 de mayo, los niños, su madre y un tío abordaron una avioneta. Se dirigían al poblado de San José del Guaviare. Semanas antes, Ranoque había huido de su pueblo natal, un área donde el cultivo de drogas, la minería y la tala ilegales han prosperado durante décadas. Dijo a la AP que temía la presión por parte de personas relacionadas con su labor, aunque se negó a dar detalles sobre la naturaleza de su trabajo o sus tratos de negocios.
“Allá el trabajo no es seguro”, dijo Ranoque. “Y es ilegal. Tiene que ver con otra gente… en un sector que, pues, no puedo mencionar porque me pongo más en riesgo”.
Relata que antes de irse dejó a Mucutuy 9 millones de pesos colombianos (alrededor de 2.695 dólares) para pagar la comida, otras necesidades y el vuelo chárter. Quería que los niños se fueran del pueblo porque temía que pudieran ser reclutados por uno de los grupos rebeldes de la zona.
Se dirigían a encontrarse con Ranoque cuando el piloto de la avioneta de una sola hélice Cessna declaró una emergencia por falla del motor. La aeronave desapareció del radar poco tiempo después.
“Mayday, mayday, mayday… El motor me volvió a fallar… Voy a buscar un río… Aquí tengo un río a la derecha”, informó el piloto Hernando Murcia al control aéreo a las 7:43 a.m., según un informe preliminar dado a conocer por las autoridades de aviación. “Ciento tres millas fuera de San José… Voy a acuatizar”.
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El ejército colombiano inició una búsqueda de la avioneta después de que no llegó a su destino. Unos 10 días después, sin que se encontrara ninguna aeronave ni señales de vida, los voluntarios indígenas se unieron al esfuerzo. Estaban mucho más familiarizados con el terreno y las familias de la zona. Un hombre les dijo que el avión hacía un ruido extraño cuando voló sobre su casa. Eso les ayudó a esbozar un plan de búsqueda que siguió el río Apaporis.
Mientras caminaban por el terreno implacable y tomaban descansos en grupos, las hormigas se les subían y los mosquitos se alimentaban de su sangre. Un buscador casi pierde un ojo por la rama de un árbol y otros desarrollaron síntomas similares a los de la alergia y la gripe.
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Históricamente, los militares y los grupos indígenas han estado en pugna, pero en lo profundo de la selva, después de que disminuyeran los suministros de alimentos y el optimismo, compartieron agua, alimentos, equipos GPS y teléfonos satelitales.
Dieciséis días después del accidente, con el estado de ánimo bajo entre todos los grupos de búsqueda, los rescatistas encontraron los restos de la aeronave. La avioneta parecía haber caído en picada: fue hallada en posición casi vertical, con la parte frontal hacia abajo.
El grupo asumió lo peor. Los hombres habían encontrado la aeronave y vieron restos humanos. Guerrero dijo que él y otros comenzaron a empacar las cosas de su campamento.
Pero uno de los hombres que se había acercado a la avioneta habló.
“Oigan”, dijo, según Guerrero. “Yo no vi a los niños”. El hombre se dio cuenta lentamente de que cuando encontraron los restos de la aeronave, no habían visto el cuerpo de ningún niño. Él se había acercado a la aeronave y vio las maletas de los niños fuera. Notó que algunas cosas parecían como si alguien las hubiera movido después de estrellarse.
Estaba en lo correcto. Los cuerpos de tres adultos fueron recuperados del interior de la aeronave, pero no había señales de los niños ni indicios de que estuvieran heridos de gravedad, según el informe preliminar.
Las fuerzas de operaciones especiales del ejército cambiaron su estrategia con base en la evidencia de que los niños podrían estar vivos. Ya no se movían silenciosamente por la jungla.
“Ahí empieza la segunda fase”, comenta el subsargento primero Juan Carlos Rojas Sisa. “Pasamos de la parte del sigilo a la parte de hacer ruido con el fin de que ya nos escuchasen”.
Gritaron el nombre de Lesly y reprodujeron un mensaje grabado de la abuela materna de los niños donde les pedía en español y en el idioma del pueblo huitoto que permanecieran en un solo lugar. Varios helicópteros arrojaron cajas con comida y volantes con mensajes. Las fuerzas armadas también llevaron perros adiestrados, incluido un pastor belga Malinois llamado Wilson que no regresó con la persona que estaba a su cargo y que sigue desaparecido.
En el terreno, cerca de 120 militares y más de 70 indígenas buscaron a los niños, día y noche. Dejaron silbatos para que los niños los usaran si los encontraban y marcaron unos 11 kilómetros (6,8 millas) con cinta adhesiva parecida a la de las escenas del delito, con la esperanza de que los niños tomaran las marcas como una señal para quedarse en un mismo sitio.
Comenzaron a encontrar pistas sobre la ubicación de los niños, incluida una huella que creían que era de Lesly, pero nadie pudo encontrar a los niños. Algunos rescatistas ya habían caminado más de 1.500 kilómetros (930 millas): la distancia entre Lisboa y París o entre Dallas y Chicago. El agotamiento comenzaba a pesar y los militares implementaron un plan para rotar a los soldados.
Guerrero hizo una llamada y pidió el yagé. Llegó dos días después.
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El día 40, después de que Elder Rubio bebiera el yagé, los rescatistas volvieron a peinar la selva desde el sitio donde encontraron los pañales. Su visión había reavivado las esperanzas, pero no proporcionó detalles sobre dónde podrían estar los niños. Los grupos se desplegaron en diferentes direcciones, pero a medida que avanzaba el día, regresaron al campamento base sin noticias.
La tristeza descendió sobre el campamento. Guerrero dijo a Ranoque cuando los equipos regresaron: “Nada. No pudimos… No hay nada”.
Luego vino la noticia. Un soldado escuchó por radio que habían encontrado a los cuatro niños, a 5 kilómetros (3 millas) del lugar del accidente, en un claro pequeño. Los equipos de rescate habían pasado a entre 20 y 50 metros (66 a 164 pies) de allí en varias ocasiones, pero no los vieron. Con Información e Imagen del aliado informativo; la Voz de América (VOA)
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