Es difícil que en El Salvador haya alguien que no sepa qué es La Campanera. No porque todos hayan entrado alguna vez ahí, sino porque los diarios o los documentales no han dejado nada a la imaginación cuando hablaron de esa comunidad como un lugar emblemático del Barrio 18.
Es 30 de enero de 2023. El Salvador tiene 10 meses viviendo un régimen de excepción que inició luego de que las pandillas Mara Salvatrucha y Barrio 18 asesinaran a 87 salvadoreños en un fin de semana.
Hace unos años era impensable que El Salvador dejara de ser uno de los países más violentos del mundo. Hoy, con una tasa de 7,8 homicidios por cada 100.000 habitantes en 2022 se halla entre los países con menos violencia homicida de América.
La Campanera lo vive así. En sus estrechos callejones ya no se ve a los ‘postes’ —que en la jerga de la pandilla significan personas que vigilan —. Tampoco hay jóvenes huyendo de la policía o paredes con mensajes de devoción al Barrio. La Campanera está militarizada.
La colonia se ubica en el municipio de Soyapango, la segunda ciudad más poblada de El Salvador y la segunda ciudad cercada en el régimen de excepción. Que alguien que no viva en La Campanera pueda entrar se ha vuelto posible debido a esto.
Mientras los militares revisan los documentos y el celular de un hombre de mediana edad, me aproximo a una de las colonias que por años fue el hogar de Ernesto Mojica Lechuga o ‘El Viejo Lyn’ como le llama la pandilla al líder nacional del Barrio 18 en El Salvador.
La Campanera ha cargado también con la etiqueta de violencia que le dejó el documental La Vida Loca, cuyo director franco español Christian Poveda murió por la balas de integrantes del Barrio que un día retrató.
Entrar a La Campanera es como entrar a un agujero. La calle principal tiene un leve descenso hacia las 958 casas distribuidas en pasajes largos y estrechos. Se entra y se sale por la misma calle. Antes los pandilleros que habitaban la colonia tenían otros métodos para salir de ella como atravesar el barranco que hay al final de la calle para llegar a las comunidades vecinas.
Hasta el 30 de enero, el gobierno de El Salvador había capturado a 62.975 personas señaladas de ser pandilleros. El gobierno dice que falta. Que hay al menos 118.000 enfilados en la Mara Salvatrucha y el Barrio 18, y que continuará prorrogando el régimen de excepción hasta capturarlos a todos.
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Los pandilleros parecen haberse ido de La Campanera en esas redadas y, con ellos, sus símbolos. Las paredes de algunas casas sustituyeron los mensajes del Barrio 18 por versículos de la Biblia. También hay murales artísticos. Y las casas abandonadas que estaban llenas de hojarasca y basura comienzan a tener otro aspecto.
Lorena tiene 15 años de vivir en La Campanera. Y aunque pudo haberse acostumbrado a escuchar los pasos de los mareros en el tejado de su casa a medianoche no logró asimilar que no podía ver a su familia porque los ‘muchachos’ —como le llama a los pandilleros— lo impedían.
“Antes no podía ir a ver a mi familia porque viven donde hay MS”, dice tímida. “Hoy ya está más tranquilo. Voy a verlo aunque no sé cuánto va a durar esto”, añade.
La labor de la policía y la Fuerza Armada en El Salvador es aplaudida por unos y censurada por otros. En medio de denuncias por violaciones a derechos humanos y capturas arbitrarias, el gobierno arrasa con las pandillas que se enquistaron por años en los barrios de El Salvador.
“Aquí estamos en lo que era la panadería de ellos…”, dice un policía que ese día hacía guardia en la estación policial de La Campanera. La panadería a la que se refiere sale innumerables veces en el documental La Vida Loca. En 2008, la pandilla buscaba mostrar su lado social trabajando en ello; pero tras ser detenidos uno a uno, el proyecto murió, y la panadería dejó de ser panadería y se volvió ‘casa destroyer’ —lugar donde las pandillas planifican o ejecutan sus crímenes —.
“Aquí mataron a mi compañero Víctor Nolasco en 2017”, agrega el policía. Para quien el hecho de que ese lugar sea ahora la estación policial supone un triunfo.
Pero no solo en esa casa se asesinaba. ‘Los intermedios’, como llaman a unos espacios con columpios oxidados y deslizaderos de cemento a la mitad de los pasajes, también eran sedes del crimen.
“Cuando agarraban a una persona la llevaban ahí a batearla, a golpearla y a veces a asesinarla antes de aventarla al barranco. Vea hoy. No hay nadie que se atreva a hacerlo otra vez”, dice el policía mientras atraviesa el intermedio.
A la vuelta, un niño de unos 10 años se acerca con un cálido saludo.
– ¡Hola!, dice.
– ¿Y vos dónde vivís?, le pregunta el policía sin contestarle el saludo.
– Aquí atrás. ¿Quiere un fresco (bebida)? El policía le sonríe.
– La gente de acá ya es más empática con el uniformado, dice.
Pedro, de 71 años, atraviesa la calle principal con una bolsa de escobas y plásticos. Es vendedor ambulante. “Ya está bonito aquí”, dice mientras una motocicleta de la Pizza Hut entrega un pedido. “Hay una gran diferencia ahorita que hay policías. Yo he podido entrar a vender”, agrega. Como él unas diez personas le confirmaron a la Voz de América la nueva realidad en el lugar.
El estigma de La Campanera no se borra fácilmente. Pero la vida sigue… y dentro de la comunidad se ve a mujeres echando tortillas de maíz para el almuerzo del día. Los niños ya salen de la escuela sin que a la vuelta de la esquina haya un muerto. Los hombres improvisan talleres mecánicos en la entrada de sus casas.
La Campanera sigue casi igual que hace unos años. La diferencia es que hoy, en vez de los muchachos, hay policías.
(Los nombres reales de los habitantes fueron modificados por razones de seguridad) Con Información e Imagenes del aliado informativo; la Voz de América (VOA) –#SNNV – #4Feb #VenprensaInforma
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